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Esquivando el tropezón

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Ese día me desperté inusualmente temprano, a eso de las cinco de la mañana; toda una rareza, ya que a esa hora me suelo ir a dormir en los días que todo está para arriba. Todavía no había salido el Sol y algunas estrellas seguían explotando con ganas, en el cielo que lentamente iba virando a un color azul oscuro intenso; indicios suficientes como para imaginar una mañana soleada, invitante a salir de la casa.
Dentro de mi habitación, el silencio se interrumpía con uno de los gatos de mi compañero de casa rascando la puerta de vidrio para entrar, después de haber pasado toda la noche afuera debatiendo asuntos gatunos, evadiendo enemigos o persiguiendo comida.
Lo podía ver desde la cama con sus patas delanteras rascando el vidrio, que da a un balcón de madera tipo terraza, donde hay desparramadas algunas macetas con plantas muertas y los árboles se trepan llamando la atención. De fondo, los barcos pesqueros descansan en la otra orilla de la bahía.
Aunque parecía apurado, se tomó su tiempo, acercando su hocico al exterior y olfateando, quién sabe qué, antes de saltar con sutileza gatuna al piso de madera para después salir corriendo y desaparecer detrás de los yuyos que crecieron detrás de una de las macetas.
Al cerrar, pude ver como un crucero gigantesco, que parecia un enorme árbol de Navidad a la deriva, entraba lentamente en la bahía, con sus luces de colores prendidas en la semioscuridad de la mañana. Mientras tanto, algunos pocos pasajeros ansiosos por llegar a tierra, se apoyaban en la baranda mirando la ciudad que los esperaba en tierra firme.
Pensando en cómo la basura era escupida por el crucero provocando una lluvia subacuática de desperdicios en algún lugar del océano, me vestí.
El árbol de maple, afuera, ya casi sin hojas por el otoño, parecía no tener nada que decir frente a mis diatribas mentales mientras se quedaba quieto sosteniendo algunas gaviotas que esperaban la salida del Sol para secar su plumaje.

Salí de la casa caminando despacio por el sendero que lleva a la cima del monte, no muy lejos, desde el que se puede ver como las olas golpean contra la orilla rocosa de la isla y también el horizonte, que del otro lado oculta a Europa. A esta altura el sendero es más bien una vereda que tiene la suerte de no tener una calle a su lado.
Al pasar por la puerta de uno de los vecinos, recordé que la noche anterior entre copas de gin y tónica, amablemente me había ofrecido recolectar algunas verduras de su jardín que de otro modo se echarían a perder por el invierno.
Eché una mirada de reojo y a pesar de la penumbra, se mostraba lleno de diferentes plantas comestibles y, casi inmediatamente, escribí una nota mental para de regreso, no olvidar cortar algunas.
Mientras avanzaba zigzagueando por el sendero, el día se fue aclarando rápidamente y los sensores de las lamparitas de las casas, detectando la luz, las apagaban de forma intermitente. Para cuando pasé la última de las viviendas, ya era de día, aunque el temprano augurio de buen clima estaba siendo aplacado por un puñado de nubes que tapaban el Sol y un viento que empezaba a soplar cada vez más fuerte y me obligaba a meter las manos en los bolsillos.
Sin embargo, seguí caminando impulsivamente hacia la cima del monte, mientras miraba la bandada de gaviotas sentadas en una gran roca mucho más abajo, cerca del agua, inmóviles; muy cerca de donde alguna vez hubo docenas de barcos pesqueros y ahora solo quedaba un muelle destruido como símbolo de una industria que se extinguía irremediablemente. El ir y venir incesante de las olas había hipnotizado a los pájaros, tal que sus cabezas iban y venían al compás de la marea, en un trance interminable.

Divagando en mis pensamientos, describiendo para mis adentros las rocas y la vegetación que las cubría, los árboles y las plantas cerca de las piedras bajo el mar, terminé dejándome llevar por algunas ideas que en ese momento sonaban bien y no tenían nada que ver con mi entorno. Después de un rato la sensación habitual de que todos los cables están conectados en los lugares equivocados, comenzó a aflorar y a superponerse a otras ocurrencias, para finalmente, imponerse por sobre todo lo demás. Fue ahí que empecé a apurar el paso, saltando charcos, cortando camino fuera del sendero y por último corriendo. Lo que finalmente dio resultado, el cuerpo se acaparó la atención de mi mente y las voces oscuras de las conciencia se fueron aplacando hasta desaparecer en algún rincón del subconsciente.
Encaré una escalera con infinita cantidad de escalones a toda velocidad y al llegar al final estaba completamente agotado. Me incliné poniendo ambas manos en mis rodillas con el corazón saliéndoseme del pecho. Podía escuchar a las gaviotas chirriando, no muy alto en el cielo; sentir el viento frío que me daba en la cabeza o el mar entrando en una grieta de la montaña pero no podía ver nada. Todo estaba en blanco.

Me habré quedado solo unos minutos descansando metiéndome aire en los pulmones a más no poder, pero en ese momento parecieron los minutos más largos de todos los minutos en el mundo.

Un silbido perdido en algún lugar del sendero me devolvió a la realidad. La melodía, que era silbada con naturalidad y alegría, me sopapeaba y me ponía de nuevo en camino. Creo que por un segundo había pensado en volver después de tanta agitación, pero la canción me sedujo y me empujó a seguir en su dirección, así como las ratas siguieron al flautista hacia las afueras de Hamelin.
La perseguí hasta que casi llegando a la cima se detuvo. Pero ahora no importaba. Veía el mar, que parecía en una confusión interminable, bamboleándose de acá para allá, arremolinándose rabiosamente en cualquier rincón cerca de alguna cueva, escupiendo al cielo su saliva salada, trompeando grandes pesqueros que se atrevían a zapatear en una pista de baile infinita y que parecían perdidos entre tamaña inmensidad que ese día estaba de color azul. A lo mejor él también está confundido pensé, o tal vez este tratando de llamar la atención para decirnos algo… o podría ser tan solo, un momento de alboroto sin motivo alguno, ¿porqué no?
Me refugié detrás de una roca con forma de puño, una entre varias que estaban esparcidas en el lugar cuales restos de una escultura gigante destrozada por una tormenta de rayos.
De repente me puse a silbar la tonada, muy torpemente. Le pifié desde el principio hasta el final y en un rato ya estaba amasando cualquier otra canción, alejada de la original, que ahora había sido sepultada en el olvido con esta tonada tanguística que surgió así espontáneamente mientras fijaba mi vista en el horizonte, tratando de ver hasta donde la vista no llega, al momento que el pesquero seguía esquivando los patadones del agua.
El tanguismo navegaba entre Naranjo en Flor y Nocturno a mi Barrio, pero no le acertaba a ninguna de las dos ni por asomo, podría decirse que era una melodía original inédita con acompañamientos del viejo y cabrón atlántico norte.
Me acerqué al borde del acantilado y escupí un soberano gargajo, como empujando la melancolía tanguera al precipicio junto con las imágenes de cafés porteños, bondis fumantes fuera de borda, ciudadanos quejosos, tugurios con pizzas a la piedra y cervezas gigantes esperándote en una mesa en cualquier rincón de una ciudad laberinto, que se formatea incansablemente en su propia existencia logrando ser inagotable e infinita como lo es Buenos Aires.
El escupitajo desapareció en su viaje al agua y yo me levanté sediento para volver a la casa, recordándome nuevamente cortar algunas verduras en mi paso por el jardín del vecino y porque no, comprar unas cervezas en el almacén para tratar de que la mañana se cubra con un poco más de magia.