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Buscando palabras
Ziggy’s
St. John’s, Newfoundland.
Esta camionetita, que acá le dicen “step van”, se dedica solo a vender papas fritas en el centro. Decidà dibujarla porque me gustaba el personaje que está pintado sobre el costado y además, porque es el lugar donde todos terminan después de una borrachera en los bares de la zona.
A una cuadra del puerto, el viento helado del atlántico norte me partÃa las manos allá por marzo… volvà a terminarlo ahora en Junio y a pesar del Sol brillando y una temperatura un poco más agradable, el viento seguÃa presente.
Esta vez sin embargo, el dolor en las manos empezó a hacerse notar después de unas horas, cuando el dibujo ya estaba terminado.
El capitán se fue a almorzar…
Nadie en casa
Errándole al tarro
La muchedumbre silba una canción de tono victoriosa a pesar de la derrota, lo único que llego a distinguir son unas algas negras q se bambolean de la risa.
De repente, siento el calor de las llamas como en Tokio del ’88, ¡pero no!,es el frÃo del invierno y el salpicar de olas que me derrite las manos, ¡Jesús!
La desesperación y el lamento de las lágrimas rojas brotantes de mis dedos desaparecen bajo el agua y se sumergen como una silla rota. Me vuelvo a casa a paso ligero con cara de chiste malo, deseando que las gotas rojas encuentren ese lugar desde donde los pescadores no regresan.
En una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera
Las olas y las nubes azotan
la oscuridad para parapetarse
en lo más alto de su insolencia,
gaviotas, cuervos y algún perro
extraviado
ni se inmutan por el proceder
de los fenómenos meteorológicos,
y deambulan de aquà para allá
escarbando esqueletos
o sacudiéndose el polvo,
¡temperaturas bajo cero!
se me cruza gritarles,
pero que va,
si yo estoy ahogado
en penumbras que ni
las vocales me sale
contarte,
mientras el despelote sigue allá abajo
ffffffsshhhh, jashhhhh, mmbbbgggrrrrrr,
las olas arremeten revolucionariamente contra los
cimientos de madera
de algunas de las casas
en las escollera.
Mientras rola la perinola
Poco antes de que los “Idlers†frenaran, yo estaba a las puteadas al costado de la ruta 1, a 50km de las afueras de Winnipeg tratando de conseguir un viaje otra vez.
La inmensidad del paraje, una llanura interminable rodeada de pantanos inundados bajo un cielo inmenso y azul, me chupaba las esperanzas y me hacÃa sentir invisible a los conductores que me pasaban a 150 por hora por la ruta de doble mano sin siquiera mirarme. Me sentÃa parado en una pista de aterrizaje.
HabÃa llegado ahà varias horas antes, cuando una chica que iba a sacarse una muela a la comunidad menonita donde solÃa vivir, frenó ante mis señas en la intersección frente a la estación de servicio. En ese momento estaba en el lugar perfecto para hacer dedo, entre un cruce de calles, un semáforo y una parada de camiones en las afueras de la ciudad.
Y el auto de esta chica fue el primero en pasar cuando llegué a la ruta y el primero en frenar también. Un destartalado Chevette celeste con asientos de cuero blanco, que contrastaba con la modernidad y la comodidad de los asientos de las camionetas Dodge Caravan a las que me tenÃa acostumbrado la ruta canadiense.
No me acuerdo su nombre pero lo primero que me dijo fue que donde ella iba imperaba una ley “seca†que prohibÃa cualquier tipo de bebida alcohólica y que era el lugar “más aburrido del planetaâ€. Pero hacÃa muchos años que no vivÃa allà y que solo iba para ir al dentista, porque era más barato que en Winnipeg y además lo conocÃa de toda la vida. Todo esto diciéndolo con una gran sonrisa y unos dientes blancos como la nieve que parecÃan querer apoderarse de su cara.
Después de cuarenta y cinco minutos de viajar entre máquinas pavimentadoras, el auto se detuvo antes de una intersección. Ella se despidió y yo me bajé saliendo por la ventana porque la puerta se habÃa trabado y no habÃa otra forma de salir.
El Chevette acelero en la curva y lo vi desaparecer a lo lejos, humeando. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que estaba jodido. No pude evitar mal decirme por haber cambiado el lugar donde estaba por un paraje desértico en el medio de la nada.
Crucé la autopista en dirección Este hacia el otro lado de la intersección, pasando por debajo de un puente de cemento, donde en un charco habÃa un pantalón de jean embarrado y me dispuse a esperar con el pulgar sobre la ruta.
Después de una hora o dos sin suerte, me senté sobre la mochila y me comà un sándwich de queso, pensando en que iba a estar ahà para siempre.
HacÃa un rato le habÃa hecho señas a un auto que pasaba por un camino rural cerca de de donde estaba y este se habÃa detenido pero yo no tenÃa forma de llegar; entre el camino y yo, un pantanal cubierto de yuyos me hacÃa imposible cruzar.
Me quedé una hora más, hasta que la impaciencia me ganó de mano y empecé a caminar hacia unas torres metálicas que creÃa que pertenecÃan a una granja. y Pensaba esperar la salida de alguna camioneta del lugar y pedir que me lleven. Más o menos asà era el plan.
Antes de empezar la caminata, que supuse me tomarÃa al menos dos horas, cubrà la mochila con mi toalla amarilla como tratando de hacerme visible a los somnolientos conductores y evitar que un atolondrado me pase por arriba sin siquiera haberme visto.
Mientras caminaba, extendà el brazo y puse el dedo en la ruta. Como si la mano fuese ajena a mi cuerpo y me estuviese diciendo, ¡dale! para empujarme a través de la negatividad. Casi instantáneamente, los pasos me hicieron sentir mejor y empecé a disfrutar de la caminata sin pensar demasiado en nada. Dos minutos después, una camioneta verde se detenÃa con convicción diez metros delante mÃo.
Corrà hacia la van mientras me reÃa a carcajadas de mi suerte. Al llegar la puerta corrediza del medio ya estaba abierta y les pregunté, por costumbre, hacia dónde iban, a lo que respondieron: St John’s.
¡Mierda! me dije y antes de subir vi una pintada en la ventana de la camioneta que decÃa “The Idlers, one future tourâ€.
Los Idlers resultaron ser una banda de reggae “semi-profesional†que habÃa terminado su gira por Canadá y estaban de regreso a su casa en la ciudad de St. John’s en la provincia de Newfounland. Ahà se termina la ruta 1 y también es el punto más al este de Norteamérica, después de eso, solo queda subirse a un barco y cruzar el atlántico… si es que se quiere seguir más al este, claro.
De la banda solo quedaban tres de los diez que la conformaban. El resto habÃa vuelto en avión para regresar a sus trabajos. En la camioneta también viajaba otra persona, Francoise, un vagabundo de la ciudad de Vancouver con el que curiosamente habÃa hablado con anterioridad en el Stanley Park de Vancouver mientras juntaba latas en la calle junto a su perro, antes de irse al valle a recoger manzanas. El iba rumbo a Quebec, más precisamente a Iles de la Madeleine, bien cerca del lÃmite con Nova Scotia, donde habÃa nacido y su hermano todavÃa vivÃa ahÃ.
La camioneta arrancó y el ruido del motor enmudeció nuestras conversaciones. Me acomodé en uno de los asientos del fondo, entre cajas de instrumentos, cables, parlantes, tazas de café vacÃas y bolsas de dormir; y me dediqué a mirar por la ventana y disfrutar del paisaje de la provincia de Ontario mientras nos alejábamos de la intersección que me habÃa tenido de rehén durante un buen rato.